Andrea Liliana Prieto LarrottaInvestigadora de la Escuela de Investigación y Pensamiento penal “Luis Carlos Pérez” (Polcrymed), de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia (UNAL)
Estanislao Escalantedirector de Polcrymed, UNAL
Aunque la política criminal no fue mencionada de manera expresa en el discurso de posesión de Gustavo Petro, esta sí forma parte de los principales objetivos de su programa de gobierno, no solo porque anunció reformas sustanciales, nuevos enfoques procesales y procesos de sometimiento a la ley penal, sino por el planteamiento de alternativas a la guerra contra las drogas.

Frente al problema histórico de la corrupción, el mandatario hizo referencia tanto a una política de “mano firme y sin miramientos” como a un gobierno de “cero tolerancia”; en consecuencia, indicó la necesidad de desincentivar este tipo de prácticas y sentenció que nadie quedará excluido del “peso de la ley”.
A primera vista en su intervención se observan al menos tres enfoques de política criminal. Con respecto a la “cero tolerancia”, se trata de una doctrina que tradicionalmente se ha relacionado con políticas de seguridad y policiales de “mano dura” que apuntan a la aplicación de un derecho penal máximo para mantener el orden público y con persecución sin tregua a los delincuentes.
Dicha expresión se hizo famosa a mediados de los años ochenta por las estrategias aplicadas en Nueva York para reducir el crimen, paradójicamente con el aumento de pie de fuerza policial, agresiones policiales contra los más vulnerables y encarcelamiento masivo de población inmigrante y afroamericana.
En Colombia el término ha hecho carrera en un sinnúmero de leyes, documentos de política y estrategias de lucha contra la corrupción, sin que se haga referencia clara a su alcance o amplitud, verbigracia el Estatuto Anticorrupción (Ley 1474 de 2011) o los pactos de cero tolerancia contra la corrupción promovidos por el gobierno saliente y que enmarcan un amplio grupo de medidas tendentes al aumento de las condenas (punitivo), la creación de nuevos tipos penales, la reducción de beneficios procesales y la adhesión a declaraciones voluntarias de transparencia.
Tales medidas, encaminadas de manera exclusiva a cambios normativos o declaraciones de voluntad, no han dado los resultados esperados. Para 2021 el Índice de Percepción de Corrupción ubicó a Colombia en el puesto 87 entre 180 países, con un puntaje de 39 puntos sobre 100, siendo 0 corrupción muy elevada y 100 ausencia de corrupción.
Colombia tiene una deuda en política criminal contra la corrupción y se espera que la voluntad política del actual gobierno supere, precisamente, la visión tradicional de la “cero tolerancia”.
Al mismo tiempo, y si de persecución al crimen se trata, la impunidad en Colombia es gigantesca: según el Índice Global de Impunidad de 2020, Colombia se ubica en el lugar 49 entre 69 países evaluados, y el rubro peor evaluado fue el de justicia estructural, con un puntaje de 88,91 sobre 100.
De igual manera, el Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción de 2021 muestra al país con un puntaje de 4,8 sobre 10; los rubros peor evaluados fueron:
- la independencia de la Fiscalía General de la Nación,
- la debilidad en recursos y agentes de investigación, y
- la calidad de los instrumentos de delación premiada.
Colombia tiene una deuda en política criminal contra la corrupción, y se espera que la voluntad política del actual Gobierno supere, precisamente, la visión tradicional de la “cero tolerancia”; también, que más allá de la implementación de reformas normativas populistas de aumento de penas y disminución de beneficios procesales exista una fuerte política de investigación y sanción de la corrupción que permita disminuir los niveles de impunidad.
Lo anterior implica la garantía de la independencia de los órganos judiciales y de control, además de modernos sistemas de investigación y monitoreo. En especial, deberá vigilar tanto las relaciones sistémicas entre criminalidad organizada, corrupción y política como las complejas redes que la hacen resiliente y poderosa.

Fortalecimiento de las instituciones para perseguir la corrupción
El segundo enfoque hace referencia a la transformación del sistema para desincentivar la comisión de prácticas corruptas. En este sentido, si se entiende que la corrupción funciona mediante un complejo sistema de incentivos económicos y de poder, se deberán eliminar los incentivos económicos y políticos de los delitos asociados con la corrupción, al igual que los delitos financieros y de crimen organizado, lo que implica no solo la persecución de los bienes producto de actos ilícitos sino también el fortalecimiento de las instituciones de prevención, control, investigación y sanción.
En este punto el presidente Petro manifestó que “todos los bienes en extinción de dominio de la Sociedad de Activos Especiales (SAE) pasarán a ser la base de una nueva economía productiva”, lo que implica el fortalecimiento de enfoques de justicia premial en los procesos de extinción de dominio, incluso en delitos contra la administración pública, además de un enfoque de investigación de la corrupción que contemple sus complejas dimensiones (económica, social, cultural, política y geopolítica).
Trascender el control del crimen
Un tercer enfoque de política criminal es el sometimiento a la ley, el Estado de derecho y la necesidad de tener leyes al servicio de las mayorías, indicando que nadie quedará excluido del peso de la ley.
Tal declaración, en principio obvia, representa un compromiso de respeto tanto por el Estado de derecho como por las leyes que rigen al país, lo que pareciera no darse por sentado; de hecho, han sido frecuentes los episodios de corrupción protagonizados por funcionarios públicos cercanos a los gobiernos de los últimos años; tampoco se pueden olvidar los cuestionamientos por la falta de autonomía de los órganos de control y de investigación penal.
En materia de política criminal llama la atención la referencia a la implementación de una “estrategia integral de seguridad que vaya desde programas de prevención hasta la persecución de las estructuras criminales y la modernización de las fuerzas de seguridad”. Esta deberá trascender del control del crimen en las ciudades a un enfoque que también contemple la adopción de medidas para contrarrestar la violencia de las zonas rurales, la protección de líderes sociales y defensores de derechos humanos, y por supuesto una completa implementación del Acuerdo de Paz.
Más presencia del Estado para combatir la deforestación
Otro aspecto relevante en el discurso presidencial fue la mención de la necesidad tanto de proteger suelo, subsuelo, mares, ríos, aire y cielo como de enfrentar la deforestación descontrolada.
Según el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, solo en 2021 se deforestaron 174.103 hectáreas de bosque, lo que representa un aumento del 1,5 % de este fenómeno frente a 2020.

Es claro que la lucha contra la deforestación va más allá de entender que este fenómeno tiene origen en causas subyacentes o estructurales, tales como la ganadería extensiva, los cultivos ilícitos, la industria extractiva y la tala ilegal.
Si el nuevo gobierno quiere tener éxito en este empeño tendrá que enfrentarse a complejas cadenas de producción ilegales, con redes clientelares y criminales que operan en extensas zonas del territorio en donde normalmente la presencia del Estado es inexistente.
Dichas redes actúan teniendo a la corrupción como instrumento y medio para lograr sus fines, en lo que se ha denominado la “corrupción verde”, e incurren en delitos como la expedición de licencias y permisos sin los requisitos legales, la aprobación de contratos irregulares, el contrabando de productos forestales y el ofrecimiento de sobornos y de comisiones ilegales a funcionarios del sector ambiental.
La política criminal de lucha contra la deforestación no solo tendrá diseñar e implementar estrategias anticorrupción sino también hacer una apuesta gigantesca por fortalecer la presencia del Estado en las zonas más alejadas.
Prevención del crimen en los territorios
En el discurso de Gustavo Petro sobresale la crítica a la política contra las drogas, apelando por una nueva convención internacional que supere la metáfora de la guerra y apueste por una política de prevención más que de represión, en particular hacia el consumo en sociedades desarrolladas.
En este sentido, además de impulsar cambios en una política que ha sido casi completamente impuesta, también es necesario asumir la responsabilidad de crear estrategias de prevención locales, no solo hacia el consumo sino también hacia la producción, las cuales deben ir más allá de las propuestas de legalización.
Por último, el reto más importante es lograr la implementación de metodologías participativas sobre la política pública criminal, que la apuesta del gobierno descentralizado se vea reflejada tanto en las estrategias de prevención del crimen en los territorios como en el fortalecimiento de los organismos de investigación y sanción regionales y municipales. Aquella unidad latinoamericana a la que apela el presidente debe verse reflejada en un mecanismo de intercambio probatorio y de cooperación judicial, y que el diálogo –como instrumento y como objetivo– sea útil para elaborar políticas públicas inclusivas, superando la hipertrofia normativa e ideológica en la que nos han mantenido los gobiernos en la historia reciente del país.